MI NIÑO

lunes, 14 de enero de 2019


Es grande el tropiezo de mi niño indebido.
Sin prólogo alguno sube a su noria de 
pavor diario y se deja llevar por la turbia 
correntada que lo estrella contra las 
piedras ocultas de lo cotidiano. 

Todos saben de él y lo dejan.
Él sabe de todos y no le importa.

Jala y Jala mi niño una última bocanada 
mientras escupe el tizne lóbrego entre 
falacias y erratas  de su breve e 
impiadoso  paraíso. 

No advierte la sanguinolenta sordidez que 
lo rodea ni el asedio de su propio apremio.

Es que a mi niño lo acosan deshechos de 
miserias silenciadas y ajenas, de sombras 
viejas basqueando y amordazándolo 
sobre sus recuerdos  para que no intente siquiera  huir.

¿Quién le abrió la puerta a esta grima gravosa y sin ley?

¿Quién dirá por qué aquella  verde y rozagante semilla no ha podido crecer resplandeciente y vigorosa?

Acorralado y espectral despierta apoyado sobre el muro de las últimas horas sofocándole.

Es él ese niño delatado por la indiferencia, 
zurrado, herido y sangrante, bullendo en 
su memoria traumas de guardias de 
hospitales, de cínicas benevolencias, de 
extrañas y obscenas hospitalidades, de 
vergonzantes y violentas comisarías.

Vacío de otros recuerdos, hijo de olvidos, 
inclinado en el edén del desecho, lenta y 
calladamente deja migrar su niño del  
cuerpo con una mueca de dolor indescifrable.

Deshecho su cuerpo, mi niño se niega a perdonar.
Velado y fantasmal,  mi niño insiste, jamás perdonará.

Testigo de su propia muerte, mi niño es 
sólo una rémora más de la fatalidad que 
siempre lo ha circundado.

Sin una palabra amiga, sin al menos una 
imaginada plegaria ha dejado ir a su 
desvanecido niño. 
Él lo sabe y sabe también que no fue su 
porfía quien lo arrinconó definitivamente
 tras su abandonada sombra.

Sabe mi niño que al fin termina este 
asedio ominoso e insoportable,  ésta 
brutal expoliación de su niño indefenso  
que lo ha sumergido a un torrente de 
estrepitosas  angustias. 

Sabiéndolo exhala al fin su último y fatigado aliento.
Tal es el adiós de mi niño indiferente con rémoras de un pasado remoto, imposible ya de advertir.  

Se oye en ciertas agonías decir que la 
muerte tiene su propio manto de seda 
fulgente y perdurable.
La extiende, dicen,  solo sobre la oquedad 
de los cuerpos inertes colmados  de 
dolorosa memoria humana.

Mi niño yace yerto bajo ese incierto cobijo.
José V. Villalba

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